Solía pasarme las horas
enteras observando mis alas. Acariciaba sus plumas; suave, despacio... Me
tapaba con ellas para evitar el frío. Su estructura me parecía fuerte.
Aguantaría cualquier cosa. Volaba muy alto, tocaba las nubes con la punta de
mis dedos; me fascinaban los colores que adoptaban cuando el sol las teñía. Los
colores del cielo, las estrellas al caer la noche, la luna, el brillo de las
promesas que se deshacían... Llegó el momento de caer, no podía mover mis alas
y caía al vacío. Las primeras veces que caí lloré, grité, me resistí a
destrozarme contra el frío asfalto de una carretera infinita y gris. Después,
cuando ya llevaba unas cuenta caídas, ya no me resistía. Cerraba los ojos y
esperaba el impacto.
Mis alas acabaron rotas. No
quería volar, no podía... La estructura no era tan fuerte como yo creía y quizá
yo tampoco. Tan frágil como una pequeña golondrina que viaja sola, perdida en
el cielo, sangrando. Estaba rota. Teñí de rojo la infinita carretera gris. La
sangre brotaba de mi espalda, las plumas se cayeron, la estructura rota empezó
a oxidarse. Empezó a doler tener las alas. Empezó a doler desde el momento en
que se rompieron, en que empezaron a ser dañinas para mí, en el momento en el
que rajaron mi espalda y dejaron cicatrices profundas. No quería verlo. Después
de todo: ¿qué iba a hacer un pájaro sin alas? Dejarse morir...
Nunca me gustó pisar tierra
firme, y tampoco ver las cosas que podían hacerme daño. Pero ya iba siendo hora
de crecer, de madurar, de aprender. Me arrastré por el barro, hasta que me
levanté una vez más. La noche cayó sobre mí y las lágrimas empezaron a desfilar
por mis mejillas. Las estrellas apenas iluminaban lo poco que quedaba de mí.
Lloraba, mis alas ya no estaban, yo estaba rota, llena de cicatrices. ¿Quién
iba querer a un caos así? Si no me quería ni yo. Solo quería mis alas, solo
quería volar una vez más, volver a ver mis sueños cerca, volver a sonreír al
rozar el cielo.
Caminé por mucho tiempo
sola, martirizándome, compadeciéndome de mí misma, sintiendo pena y asco por
mí. Hasta que comprendí que así solamente me hundiría más y ya había tocado
fondo. Tocaba renacer de mis cenizas, rehacer mis alas. Recoger los pedazos
rotos del camino. Perderle el miedo a volar. Dejar de negarme lo que sentía.
Al tiempo, conseguí rehacer
mis alas, pero estaban sucias, llenas de sangre seca y yo llena de barro y
tierra. La lluvia empezó a caer sobre mí, a limpiar las heridas y cicatrices.
Ya solo quedaban las marcas de lo que un día fueron ríos rojos en mi piel. Mi
mirada ya no era tan ingenua. Ya no me daba miedo mirar al dolor a la cara. Me
enfrentaba a él. Mi mirada se volvió fría. Mi sangre se congeló y mi corazón
dejó de latir. Trataba de protegerme contra todo. Ya no sabía diferenciar entre
lo que me hacía daño y lo que no. Solo quería proteger mis alas, solo quería
que no se rompieran más y empecé a destrozarme a mí misma desde dentro.
Capas de indiferencia me
sepultaron. Estaba muerta en vida. Llovía por dentro. Y yo me empeñaba en no
verlo, en no llorar, en parecer fuerte. Realmente creía que si no lloraba, que
si no sentía, sería fuerte y no me volvería a romper. Quise dejar de ver mis
propias cicatrices para no volver a sentir lástima de mí. Pero el dolor de no
sentir era aún mayor que el de caerse y morir. Cuando abrí los ojos simplemente
la lluvia de dentro salió al exterior, el calor volvió y mi corazón empezó a
latir de nuevo.