Amanece y ¿qué tenemos, qué
nos queda? ¿Acaso la ilusión de un nuevo día cargado de felicidad? ¿La falsa
promesa de que será un buen día? ¿La estúpida ilusión de que no será igual que
todos los demás? Sí... eso es lo que tenemos, un puto espejismo, una imagen que
al contacto con la yema de los dedos desaparece como el humo de un maldito
cigarrillo. ¿Acaso nuestras manos sujetan ya ese maldito cigarrillo? No... nos
quema en las manos, nos arde. Sabemos que las promesas son mentira, tenemos la
certeza de que el gris que tiñe nuestros días terminará por convertirnos en esa
mierda de la que huimos. Y entonces nos plantamos, decimos que no será así, que
eso nunca sucederá como los malditos ingenuos que somos. Bendito nuestro empeño
por huir de la rutina, por huir del miedo, del amor, de nosotros mismos; ¿y de
qué nos sirve?, ¿de qué cojones nos vale? Nos pasamos media vida huyendo de
nuestros pensamientos como unos jodidos locos. Y así es: estamos locos, tan
locos que creemos que es necesario luchar contra nuestra propia locura. Como si
estar cuerdos fuera una maldita opción, como si al cerrar los ojos nuestros
problemas no nos ahogaran con sus manos hasta dejarnos sin aire. ¿Y lo peor? la
mitad de esos problemas no son más que nuestras ansias de escapar de esa rutina
que empieza ya a teñirnos del tan odiado y temido gris. Sí, es así, nos
fabricamos la mitad de nuestros problemas como si nos encantara el dolor porque
es lo único que consigue arrancarnos de los brazos de esa sensación de mierda
que nos envuelve día a día. ¿Y acaso así nos sentimos mejor? No... simplemente
nos sirve de placebo para que nos autoconvenzamos de que todos nuestros días no
son iguales en lugar de intentar hacer algo nuevo, en lugar de abrir los ojos y
darnos cuenta de que ya somos tan grises que nos odiamos. Nos odiamos sí, por
no haber podido escapar, por habernos conformado con lo que era más fácil, por
haber sido tan hipócritas de callar esa voz que venía de dentro y nos decía
"esto no es lo que realmente quieres". ¿Y ahora qué? Supongo que me
acabaré consumiendo como un puto cigarrillo.
sábado, 28 de junio de 2014
martes, 17 de junio de 2014
Llueve...
La
noche se hace más oscura que de costumbre, ni las estrellas se atreven a
asomarse por entre las nubes. La luna se quedará esta noche sin las miradas de
enamorados ilusos que suspiran mientras la miran. El cielo amenaza con romper a
llorar; en mis ojos las lágrimas se precipitan. De repente, oigo truenos... No
puede ser. Me altero, se me acelera el pulso; me apresuro a apartar la cortina
y subir la persiana. Ya logro oírlo, solo necesito que se confirmen mis
sospechas. Llueve...
Siempre
me ha resultado tan deliciosa la lluvia. Por un momento siento como me falta el
aire, me ahogo, necesito salir: ya. Camino rápido hasta el salón, con las pocas
fuerzas que me quedan consigo abrir las puertas metálicas tan pesadas que me
separan del exterior y como si de un pajarillo herido me tratase, consigo escaparme
de mi jaula para caer. Mis alas están rotas, no puedo volar. Necesito sentir
que el cielo descarga sobre mí.
Oigo
los truenos demasiado cerca, pero no tengo miedo; duele. Me planto en el centro
de la pequeña terraza, caminando descalza por el suelo mojado. Siento como el
agua me cala, como empapa cada centímetro de mi piel, como la camiseta que uso
a modo de pijama se pega a mis formas con el agua. Alzo la vista, solo hay
oscuridad entre rayos que aportan un poco de luz. Noto como se empapa también
mi pelo. Y de repente, siento como el pulso se me estabiliza y deja de costarme
respirar. Me doy cuenta entonces de mi estado...
Entro
en las casa, cierro las pesadas puertas metálicas y camino dejando un rastro de
agua tras de mí. Me siento con la luz apagada en el suelo, me abrazo las
rodillas y tiemblo. A veces me creo tan fuerte... tan fuerte que nada puede
dañarme. Nada más lejos de la realidad, ahora me siento tan frágil, tan
pequeña, tan insignificante, tan rota, tan inservible. Y de mis ojos quieren
precipitar las lágrimas, pero no pueden. La impotencia de no poder ni llorar,
de recordar lo que se creía enterrado y superado, de que duelan las heridas ya
cerradas.
Me
engañé a mí misma una vez más y me derrumbé, lo único que conseguí caminando
descalza bajo la lluvia fue mojar mis cenizas. Y ahora tiemblo, tiemblo como si
el frío fuera miedo y el miedo fuese frío; casi paralizada.
Ojalá
la lluvia me llevara con ella...Y entonces me doy cuenta de que la tormenta se
oye lejos; se fue y no me llevó consigo.
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