sábado, 28 de junio de 2014

Fúmame

Amanece y ¿qué tenemos, qué nos queda? ¿Acaso la ilusión de un nuevo día cargado de felicidad? ¿La falsa promesa de que será un buen día? ¿La estúpida ilusión de que no será igual que todos los demás? Sí... eso es lo que tenemos, un puto espejismo, una imagen que al contacto con la yema de los dedos desaparece como el humo de un maldito cigarrillo. ¿Acaso nuestras manos sujetan ya ese maldito cigarrillo? No... nos quema en las manos, nos arde. Sabemos que las promesas son mentira, tenemos la certeza de que el gris que tiñe nuestros días terminará por convertirnos en esa mierda de la que huimos. Y entonces nos plantamos, decimos que no será así, que eso nunca sucederá como los malditos ingenuos que somos. Bendito nuestro empeño por huir de la rutina, por huir del miedo, del amor, de nosotros mismos; ¿y de qué nos sirve?, ¿de qué cojones nos vale? Nos pasamos media vida huyendo de nuestros pensamientos como unos jodidos locos. Y así es: estamos locos, tan locos que creemos que es necesario luchar contra nuestra propia locura. Como si estar cuerdos fuera una maldita opción, como si al cerrar los ojos nuestros problemas no nos ahogaran con sus manos hasta dejarnos sin aire. ¿Y lo peor? la mitad de esos problemas no son más que nuestras ansias de escapar de esa rutina que empieza ya a teñirnos del tan odiado y temido gris. Sí, es así, nos fabricamos la mitad de nuestros problemas como si nos encantara el dolor porque es lo único que consigue arrancarnos de los brazos de esa sensación de mierda que nos envuelve día a día. ¿Y acaso así nos sentimos mejor? No... simplemente nos sirve de placebo para que nos autoconvenzamos de que todos nuestros días no son iguales en lugar de intentar hacer algo nuevo, en lugar de abrir los ojos y darnos cuenta de que ya somos tan grises que nos odiamos. Nos odiamos sí, por no haber podido escapar, por habernos conformado con lo que era más fácil, por haber sido tan hipócritas de callar esa voz que venía de dentro y nos decía "esto no es lo que realmente quieres". ¿Y ahora qué? Supongo que me acabaré consumiendo como un puto cigarrillo.


martes, 17 de junio de 2014

Llueve...

La noche se hace más oscura que de costumbre, ni las estrellas se atreven a asomarse por entre las nubes. La luna se quedará esta noche sin las miradas de enamorados ilusos que suspiran mientras la miran. El cielo amenaza con romper a llorar; en mis ojos las lágrimas se precipitan. De repente, oigo truenos... No puede ser. Me altero, se me acelera el pulso; me apresuro a apartar la cortina y subir la persiana. Ya logro oírlo, solo necesito que se confirmen mis sospechas. Llueve...

Siempre me ha resultado tan deliciosa la lluvia. Por un momento siento como me falta el aire, me ahogo, necesito salir: ya. Camino rápido hasta el salón, con las pocas fuerzas que me quedan consigo abrir las puertas metálicas tan pesadas que me separan del exterior y como si de un pajarillo herido me tratase, consigo escaparme de mi jaula para caer. Mis alas están rotas, no puedo volar. Necesito sentir que el cielo descarga sobre mí.

Oigo los truenos demasiado cerca, pero no tengo miedo; duele. Me planto en el centro de la pequeña terraza, caminando descalza por el suelo mojado. Siento como el agua me cala, como empapa cada centímetro de mi piel, como la camiseta que uso a modo de pijama se pega a mis formas con el agua. Alzo la vista, solo hay oscuridad entre rayos que aportan un poco de luz. Noto como se empapa también mi pelo. Y de repente, siento como el pulso se me estabiliza y deja de costarme respirar. Me doy cuenta entonces de mi estado...

Entro en las casa, cierro las pesadas puertas metálicas y camino dejando un rastro de agua tras de mí. Me siento con la luz apagada en el suelo, me abrazo las rodillas y tiemblo. A veces me creo tan fuerte... tan fuerte que nada puede dañarme. Nada más lejos de la realidad, ahora me siento tan frágil, tan pequeña, tan insignificante, tan rota, tan inservible. Y de mis ojos quieren precipitar las lágrimas, pero no pueden. La impotencia de no poder ni llorar, de recordar lo que se creía enterrado y superado, de que duelan las heridas ya cerradas.

Me engañé a mí misma una vez más y me derrumbé, lo único que conseguí caminando descalza bajo la lluvia fue mojar mis cenizas. Y ahora tiemblo, tiemblo como si el frío fuera miedo y el miedo fuese frío; casi paralizada.


Ojalá la lluvia me llevara con ella...Y entonces me doy cuenta de que la tormenta se oye lejos; se fue y no me llevó consigo.