Era demasiado temprano. Cogí
mi mp4; algo de música sería mejor que oír como las ruedas devoraban la
carretera durante seis interminables horas. Me recosté un poco en el asiento y
giré la cabeza para ver el paisaje por la ventanilla. No tenía ni idea de por
dónde se iba a Ávila, pero mis padres parecían tranquilos; ellos sabían llegar,
y por si acaso mi padre había pedido prestado su GPS a mi tío.
Poco a poco, el paisaje se
iba transformando. Dejé de ver los matorrales y las secas tierras de Almería,
para comenzar a ver la nieve de Sierra Nevada. Estaba tan cerca de ese manto
blanco. Recordé aquel viaje en sexto de primaria cuando nos llevaron a esquiar.
Se dibujó una sonrisa en mi rostro; a veces, me gustaría volver a ser una cría
y que mis preocupaciones no fueran otras que inventar algún juego nuevo cada
día… Y lo peor es que sé de sobra que si estoy mal, es porque no soy capaz de
pensar con claridad las cosas. Esta semana no. Estoy demasiado cansada.
Me quité los cascos con las
orejas doloridas. Mis padres también llevaban música y lo cierto es que tienen
buen gusto. Miré por la ventanilla una vez más, me había quedado dormida y ya
no sabía dónde nos encontrábamos. Una carretera solitaria en un llano nos llevaba
a nuestro destino. El sol brillaba con fuerza y el verde de la vegetación se
convirtió en un tono casi amarillento. Aquel paisaje parecía de película; empecé
a sentirme extraña. Mi pulso empezó a acelerarse. Y en ese momento comenzó a
sonar la canción que se convertiría en la banda sonora de mi viaje. Oasis
inundó el coche con su Wonderwall y mis labios empezaron a susurrar la canción casi
como si fuera una plegaria: “…there are many things that I would like to say to
you, but I don't know how; because maybe, you're gonna be the one that saves
me. And after all, you're my wonderwall…” Al terminar la melodía, cerré los
ojos con fuerza y me mordí el labio inferior. Apenas pude reprimir una lágrima,
pero respiré a todo lo que daban mis pulmones y solté el aire en un suspiro. Ya
quedaba menos para estar lo más lejos que había llegado desde que tenía uso de
razón de lo que me estaba matando.
El sol ya empezaba a
ocultarse por el horizonte. Nos perdimos un poco para encontrar el hotel, pero
al final dejamos nuestras cosas y nos dimos una vuelta por la ciudad sobre la
que ya caía un manto negro estrellado. Recordé entonces las palabras de un
viejo amigo mío que siempre decía que cuando no sabías que hacer, era muy
recomendable mirar un rato a las estrellas y ellas te abrirían los ojos para
que pudieras ver lo que realmente sentía tu corazón. Tal vez ellas serían
capaces de ayudarme, así que entre vistazo y vistazo a las antiquísimas
construcciones de la ciudad echaba alguna que otra mirada desesperada al cielo.
Por si encontraba lo que venía buscando.
El frío intentaba apoderarse
de mis pasos. Pero me vino bien dejar atrás el calor sofocante del coche con la
calefacción a tope; fue una liberación salir de allí para respirar y estirar
las piernas. No hubiera soportado quedarme en el hotel encerrada. Necesitaba pisar
aquella ciudad de piedra rodeada por murallas que parecían protegerla del
exterior.
Un encanto especial envolvía
aquel lugar. Casi parecía un pueblo fantasma. Apenas había gente por las
calles. Incluso hubo veces que nos encontramos solos por las frías calles. Por
suerte la lluvia y la nieve nos dieron tregua. Entre la oscuridad podían distinguirse
ahora las farolas que se esforzaban por iluminar nuestro camino. No pude evitar
mirarlas embelesada. Ellas nos guiaron
hasta que decidimos irnos a descansar. Ya era bastante tarde.
El hotel estaba justo
enfrente de la ciudad, en una especia de colina. Las vistas eran
impresionantes. Se veían las murallas, protectoras en otra época de la ciudad,
la catedral y la multitud de iglesias que estaban distribuidas por cada rincón.
También podía distinguirse un monumento muy cercano que daba nombre al hotel:
los cuatro postes. Unas columnas que creaban unas especie de altar en el que
estaba situada una cruz enorme. Todo me parecía tan diferente. Hasta había una
reproducción de la Victoria alada de Samotracia a las puertas del hotel, y dentro,
otra de la Venus de Milo enfrente del comedor al que nos aproximamos para
cenar.
Ya estaba bien entrada la
medianoche. Mi madre veía la tele mientras daba cabezadas y mi padre ya se
había quedado dormido hacía ya un rato. La luz de la lamparita de noche era lo
suficientemente fuerte como para alumbrar el trabajo que estaba llevando a
cabo. Desde hacía unos días, hacía estrellitas de papel y me esmeraba para que
salieran bien. Eso me hacía dejar de pensar y, realmente, también me
tranquilizaba. Quizá por eso, esa semana no había podido dejar de realizarlas,
aunque las había regalado. Ver la cara de ilusión de la gente a las que se las
entregaba me hacía sentir un poco mejor. Ahora mismo llevaba la mitad de un
pequeño tarro llena. Los párpados me pesaban, pero no quería verme en la
oscuridad pensando otra vez demasiado. Finalmente, cedí a las peticiones que
mis ojos me hacían. No podían mantenerlos abiertos, y para evitar la
reflexiones que se habían hecho mortales, me puse los cascos hasta que decidí
que ya no me quedaban fuerzas ni para pensar y acabé durmiéndome.
A la mañana siguiente, mi
padre tenía la reunión por la cual estábamos tan lejos de casa. Amé a la Federación
Española de Pesca con todo mi corazón, por reunirse tan lejos de mi hogar desde
que mi padre planteo la idea de que le acompañásemos. Había visto cosas que
ignoraba por completo que existieran y además esa mañana, después de desayunar veríamos
a mis tíos de Segovia y daríamos un paseo por la ciudad. Sería el momento
perfecto para hacer algunas fotografías ya que de la noche anterior me había
sido casi imposible sentir la magia que emanaba de la cámara.
La experiencia de mi tío en la
fotografía me sería de gran ayuda para abrir más puertas en este mundo que desde
hacía solo un par de meses se me había presentado sin avisar. Atendí con
interés a cada consejo y recomendación. Me fue de gran ayuda conversar con él y
tener toda la mañana para probar las cosas que ahora sabía. Recorrimos toda la
ciudad, monumentos, iglesias y museos incluidos. Hasta que llegó la hora de
almorzar. Paramos en un restaurante que servía comida típica de Ávila y lo
cierto es que acabamos muy satisfechos.
Pero llegó el momento de la
despedida. Vi como en el rostro de mi madre y en el de mi tía se adivinaba la
tristeza. No pudieron contener alguna que otra lágrima al despedirse, después
de todo son primas y antes se veían mucho más que ahora. Abracé a mis tíos con
fuerza y también me llené de melancolía recordando los veranos de mi infancia
en los que la familia de fuera venía y dábamos largos paseos por Almería. Los
días de playa con todos ellos siempre estarían presentes y aunque pasara mucho
tiempo hasta que volviéramos a verlos, no solo a ellos sino también a los que
viven en Barcelona, se me dibujó una pequeña sonrisa al imaginar nuevos
encuentros. Nos subimos en el coche después de cargar las maletas y nos
dirigimos a casa.
El cansancio era evidente en
mi rostro y en mis movimientos. Pero mis ojos se empeñaban en no perder ni un
solo detalle de la ciudad que nos había acogido mientras desaparecía con la
distancia en el horizonte. Aquel atardecer, el sol desapareció con sus
murallas.
Cuando pasamos junto a
Madrid. Me quedé embobada mirando los edificios. Había oído hablar tan bien de
ella. Dejé caer mi deseo de visitarla y el sueño se apoderó de mí. Cuando desperté
apenas unos pocos kilómetros nos separaban de casa. Me percaté de un dolor de
espalda inaguantable. Tantas horas allí sentada empezaban a notarse.
Al llegar a casa, puse de
nuevo la canción del viaje. Wonderwall volvió a resonar en mi mente al tiempo
que mi corazón se aceleraba. Comprendí que no podía escapar de lo que sentía
largándome lo más lejos que pudiera. Era necesario perderme para encontrarme, y
eso fue lo que realmente pasó. Estallé en llantos antes de recordar la
recomendación que mi amigo siempre me hacía y que en este viaje no había
cumplido del todo. Mirar las estrellas de papel no era observar el cielo y
tampoco mirarlo de refilón era prestarle atención. Así que entre lágrimas y con
los ojos hinchados me asomé por la ventana de la habitación y apoyada sobre el
marco noté como empezaba a sentirme consolada. Dejé de llorar al entender lo
que, realmente, mi corazón quería y era que lo dejara sentir, y permitiera que
los sentimientos fluyeran como lo hacían antes… La inspiración había vuelto.
Parrafadas que me dejan sin palabras y se quedan incrustadas dentro de mí, y las fotos...
ResponderEliminarpreciosas.
Un abrazo :)
Muchas gracias, siempre es bueno saber que lo que he escrito ha logrado llegarle de verdad a alguien.
EliminarUn abrazo enorme :)